¿Discreción o reglas?

La intervención del Presidente en el caso de la central generadora Barrancones ha despertado una polémica sobre la conveniencia del uso discrecional de su autoridad. La mayor parte de los columnistas que se han referido al tema rechazan la intervención, argumentando que se debieron haber seguido las reglas de nuestra institucionalidad.

El tema de los límites de las reglas y el alcance de la discreción es complejo. Las reglas existen por una serie de motivos: previenen la arbitrariedad de las decisiones del ejecutivo, protegen al magistrado –en el sentido medieval de la palabra: la máxima autoridad, con poderes ejecutivos y judiciales– de las presiones de grupos de interés, y dan seguridad a los miembros de la sociedad. Pero las reglas tienen un problema: dado que son difíciles de escribir, y a menudo son el resultado de acuerdos de grupos con distintos intereses –especialmente en casos tan sensibles como los medioambientales—no siempre cubren correctamente todas las situaciones. En el ejemplo de las centrales termoeléctricas, la norma ambiental no establece diferencias entre distintas localidades en función de su cercanía a un parque nacional o sitio ambientalmente delicado. Este es un error de la norma. En tales casos, lo apropiado es modificar la norma, pero si el magistrado se encuentra con una ley ya establecida e inapropiada para el caso, es razonable dejar espacio a la discrecionalidad, especialmente si es transparente.

No debemos olvidar que se puede ser discrecional siguiendo ostensiblemente la institucionalidad. Esto ocurre cuando en los proyectos de inversión pública se elevan las tasas esperadas de crecimiento de la demanda, de manera que se alcance el umbral de rentabilidad social. En otras ocasiones a los proyectos se los despoja de elementos esenciales, que se reintegrarán más tarde, para poder cumplir estos umbrales. ¿No es eso peor que un caso transparente de discrecionalidad, ya que cumple la regla pero no su contenido. No hemos avanzado mucho desde la Colonia si sigue siendo válido que las reglas se acatan pero no se cumplen.

El problema que tienen las decisiones discrecionales abiertas es que se debe mantener la reputación de seguir las reglas en la generalidad de los casos y de salirse de ellas sólo en casos excepcionales. Las excepciones son fusibles sociales, tales como los indultos, que también se escapan a las normas. Sería ideal un mundo en que el magistrado tuviera un número limitado de decisiones discrecionales en su periodo. Así, estas decisiones solo se usarían en situaciones sin otra salida, y cuando las alternativas son peores. Pero en el mundo real es difícil verificar el número de actuaciones discrecionales.

La idea de un magistrado no puede decidir, sino que solo puede seguir normas, es una limitación extrema de sus atribuciones que se explica por una deformación arraigada en nuestro sistema legal. Nunca aprendimos que el rígido código napoleónico debía ser suavizado con reglas consuetudinarias, como se hace en Francia. Nuestra idea de jueces y magistrados similares a robots, que aplican pero no interpretan la Ley, tiene la misma proveniencia.

No creo en la discrecionalidad a ultranza, y prefiero que en condiciones normales se sigan los procedimientos instituidos. Pero no darle al magistrado la opción de actuaciones discrecionales solo sirve para que esas actuaciones sea hagan en forma encubierta, manipulando reglas que deberían preservarse en la inmensa mayoría de los casos.

Autor: variacioncompensada

Profesor, CEA-DII, U. de Chile.

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