José Miguel Varas

R. Fischer

Durante los primeros años de mi vuelta a Chile después de más de una década en el extranjero, había un diario llamado La Época. Había sido un periódico opositor durante el gobierno militar, pero se había vuelto gobiernista al llegar la Concertación al poder (una de las causas de su muerte, aparentemente). En ese diario aparecía, cada domingo, una crónica de un autor que desconocía, pero que al poco tiempo se transformó en el motivo para comprar el diario. Las crónicas –todas de una página– tenían un estilo simple y cristalino, describían temas de la vida común de personas, y estaban llenos de un raro sentido de humor. Me impresionaba la capacidad del autor para crear nuevas historias de tal calidad todas las semanas.

Se acabó La Época y las crónicas, pero algunos años más tarde, descubrí que mi madre conocía al autor, y que podría invitarme a conocerlo en una cena. Así conocía a José Miguel Varas y a la Sra. Iris (así como al pintor Pancho Rodriguez, que es colección de historias para otro día). A lo largo de loa años, Danielle y yo los encontramos muchas veces en el departamento de mi madre, en reuniones, cumpleaños y cenas.

José Miguel contaba historias entretenidas, siempre con ese humor un poco inglés (fino, diría mi madre) y con ese barítono perfecto de locutor veterano. Recuerdo una anécdota que siempre me impactó, sobre un pequeña operación a un pié en un hospital de la Unión Soviética que terminó en una pulmonía casi fatal y una estadía hospitalaria de varios meses. Luego del tratamiento inicial, al servicio médico se le ocurrió ls brillante idea llevarlo en camilla de un lado al otro del inmenso hospital, a través de una plaza central descubierta al invierno de Moscú.

Normalmente, al terminar la cena los llevábamos de vuelta a su departamento de Ñuñoa (los primeros años luego de dejar a Pancho Rodriguez, que vivía, encumbrado en un lado del Cerro San Crístobal). Conversábamos los cuatro — o más bien escuchábamos Danielle y yo– lo que nos contaba la Sra. Iris y José Miguel, y al llegar al departamento estirábamos la despedida por algunos minutos.

Por mi madre supe algunas anécdotas, como los problemas que tuvo con el libro «Los sueños del pintor», porque luego de meses de entrevistas con el pintor Julio Escámez, éste no aprobó el libro que resultó, y fue todo un problema publicarlo sin su consentimiento. Vale la pena leerlo. Entre otras cosas tiene una escena fantástica de la comilona con Pablo de Rokha en Concepción. Pero lo mejor de José Miguel Varas son los cuentos, y seguramente las Crónicas, que están a punto de ser publicadas. Recuerdo lo felices que estábamos cuando recibió el Premio Nacional, que nos parecía tan bien otorgado.

La noticia de su muerte repentina me entristeció y me apena la Sra. Iris, ya que siempre los vi juntos. Es triste pensar que no podré oír sus historias y anécdotas. Al menos tenía muchos proyectos simultáneos, que no estarán terminados como el habría querido, pero que permitirán seguir conociendo y apreciando a José Miguel Varas por mucho tiempo. Es uno de los mejores escritores que hemos tenido y estoy orgulloso de haberlo conocido.

Autor: variacioncompensada

Profesor, CEA-DII, U. de Chile.

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